Discurso
del Papa en el IV Encuentro con los Movimientos Populares
Hermanas,
hermanos, queridos poetas sociales:
Queridos
Poetas Sociales
Así me
gusta llamarlos, poetas sociales, porque ustedes son poetas sociales,
porque tienen la capacidad y el coraje de crear esperanza allí
donde sólo aparece descarte y exclusión. Poesía quiere decir
creatividad, y ustedes crean esperanza; con sus manos saben forjar la
dignidad de cada uno, la de sus familias y la de la sociedad toda con
tierra, techo y trabajo, cuidado, comunidad. Gracias porque la
entrega de ustedes es palabra con autoridad capaz de desmentir las
postergaciones silenciosas y tantas veces educadas a las que fueron
sometidos —o a las que son sometidos tantos hermanos nuestros—.
Pero al pensar en ustedes creo que, principalmente, su dedicación es
un anuncio de esperanza. Verlos a ustedes me recuerda que no estamos
condenados a repetir ni a construir un futuro basado en la exclusión
y la desigualdad, el descarte o la indiferencia; donde la cultura del
privilegio sea un poder invisible e insuprimible y la explotación y
el abuso sea como un método habitual de sobrevivencia. ¡No! Eso
ustedes lo saben anunciar muy bien. Gracias.
Gracias
por el vídeo que recién compartimos. He leído las reflexiones del
encuentro, el testimonio de lo que vivieron en estos tiempos de
tribulación y angustia, la síntesis de sus propuestas y sus
anhelos. Gracias. Gracias por hacerme parte del proceso histórico
que están transitando y gracias por compartir conmigo este
diálogo fraterno que busca ver lo grande en lo pequeño y lo pequeño
en lo grande, un diálogo que nace en las periferias, un
diálogo que llega a Roma y en el que todos podemos sentirnos
invitados e interpelados. «Para encontrarnos y ayudar mutuamente
necesitamos dialogar» (FT 198), ¡y cuánto!
Ustedes
sintieron que la situación actual ameritaba un nuevo encuentro.
Sentí lo mismo. Aunque nunca perdimos el contacto —y ya
pasaron seis años, creo, del último encuentro, el encuentro
general—. Durante este tiempo pasaron muchas cosas; muchas cosas
han cambiado. Son cambios que marcan puntos de no retorno, puntos de
inflexión, encrucijadas en las que la humanidad debe elegir.
Se necesitan nuevos momentos de encuentro, discernimiento y acción
conjunta. Cada persona, cada organización, cada país y el mundo
entero necesita buscar estos momentos para reflexionar, discernir
y elegir, porque retornar a los esquemas anteriores sería
verdaderamente suicida, y si me permiten forzar un poco las
palabras, ecocida y genocida. Estoy forzando, ¡eh!
En
estos meses muchas cosas que ustedes denunciaban quedaron en total
evidencia. La pandemia transparentó las desigualdades sociales que
azotan a nuestros pueblos y expuso —sin pedir permiso ni perdón—
la desgarradora situación de tantos hermanos y hermanas, esa
situación que tantos mecanismos de post-verdad no pudieron ocultar.
Muchas
cosas que dábamos por supuestas se cayeron como un castillo de
naipes. Experimentamos cómo, de un día para otro, nuestro
modo de vivir puede cambiar drásticamente impidiéndonos, por
ejemplo, ver a nuestros familiares, compañeros y amigos. En muchos
países los Estados reaccionaron. Escucharon a la ciencia y lograron
poner límites para garantizar el bien común y frenaron al menos por
un tiempo ese “mecanismo gigantesco” que opera en forma casi
automática donde los pueblos y las personas son simples piezas
(cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
22).
Todos
hemos sufrido el dolor del encierro, pero a ustedes, como siempre,
les tocó la peor parte: en los barrios que carecen de
infraestructura básica (en los que viven muchos de ustedes y cientos
y cientos y millones de personas) es difícil quedarse en casa, no
sólo por no contar con todo lo necesario para llevar adelante
las mínimas medidas de cuidado y protección, sino simplemente
porque la casa es el barrio. Los migrantes, los indocumentados, los
trabajadores informales sin ingresos fijos se vieron privados, en
muchos casos, de cualquier ayuda estatal e impedidos de realizar sus
tareas habituales agravando su ya lacerante pobreza. Una de las
expresiones de esta cultura de la indiferencia es que pareciera que
este tercio sufriente de nuestro mundo no reviste interés suficiente
para los grandes medios y los formadores de opinión, no aparece.
Permanece escondido, acurrucado.
Quiero
referirme también a una pandemia silenciosa que desde hace años
afecta a niños, adolescentes y jóvenes de todas las clases
sociales; y creo que, durante este tiempo de aislamiento, se
incrementó aún más. Se trata del estrés y la ansiedad crónica,
vinculada a distintos factores como la hiperconectividad, el
desconcierto y la falta de perspectivas de futuro que se agrava ante
el contacto real con los otros —familias, escuelas, centros
deportivos, oratorios, parroquias—; en definitiva, la falta de
contacto real con los amigos, porque la amistad es la forma en que el
amor resurge siempre.
Es
evidente que la tecnología puede ser un instrumento de bien, y es un
instrumento de bien que permite diálogos como éste y tantas otras
cosas, pero nunca puede suplantar el contacto entre nosotros,
nunca puede suplantar una comunidad en la cual enraizarnos y hacer
que nuestra vida se vuelva fecunda.
Y si de
pandemia se trata, no podemos dejar de cuestionarnos por el flagelo
de la crisis alimentaria. Pese a los avances de la biotecnología
millones de personas fueron privadas de alimentos, aunque estos estén
disponibles. Este año, 20 millones de personas más se han visto
arrastradas a niveles extremos de inseguridad alimentaria,
ascendiendo a [muchos] millones de personas; la indigencia grave se
multiplicó, el precio de los alimentos escaló un altísimo
porcentaje. Los números del hambre son horrorosos, y pienso, por
ejemplo, en países como Siria, Haití, Congo, Senegal, Yemen, Sudán
del Sur pero el hambre también se hace sentir en muchos otros países
del mundo pobre y, no pocas veces, también en el mundo rico. Es
posible que las muertes por año por causas vinculadas al hambre
puedan superar a las del COVID.[1] Pero eso no es noticia, eso no
genera empatía.
Quiero
agradecerles porque ustedes sintieron como propio el dolor de los
otros. Ustedes saben mostrar el rostro de la verdadera humanidad, esa
que no se construye dando la espalda al sufrimiento del que
está al lado sino en el reconocimiento paciente, comprometido y
muchas veces hasta doloroso de que el otro es mi hermano (cf. Lc
10,25-37) y que sus dolores, sus alegrías y sus sufrimientos son
también los míos (cf. GS 1). Ignorar al que está caído es ignorar
nuestra propia humanidad que clama en cada hermano nuestro.
Cristianos
o no, han respondido a Jesús, que dijo a sus discípulos frente al
pueblo hambriento: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16). Y
donde había escasez, el milagro de la multiplicación se repitió en
ustedes que lucharon incansablemente para que a nadie le faltase el
pan (cf. Mt 14,13-21). ¡Gracias!
Al
igual que los médicos, enfermeros y el personal de salud en las
trincheras sanitarias, ustedes pusieron su cuerpo en la trinchera de
los barrios marginados. Tengo presente muchos, entre comillas,
“mártires” de esa solidaridad sobre quienes supe por medio de
muchos de ustedes. El Señor se los tendrá en cuenta.
Si
todos los que por amor lucharon juntos contra la pandemia pudieran
también soñar juntos un mundo nuevo, ¡qué distinto sería todo!
Soñar juntos.
Bienaventurados
Ustedes
son, como les dije en la carta que les envié el año pasado,[2] un
verdadero ejército invisible, son parte fundamental de esa
humanidad que lucha por la vida frente a un sistema de muerte.
En esa entrega veo al Señor que se hace presente en medio nuestro
para regalarnos su Reino. Jesús, cuando nos ofreció el
protocolo con el cual seremos juzgados —Mateo 25—, nos dijo que
la salvación estaba en cuidar de los hambrientos, los
enfermos, los presos, los extranjeros, en definitiva, en
reconocerlo y servirlo a Él en toda la humanidad sufriente. Por eso
me animo a decirles: «Felices los que tienen hambre y sed de
justicia porque serán saciados» (Mt 5,6), «felices los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt
5,9).
Bienaventuranzas
Queremos
que esa bienaventuranza se extienda, permee y unja cada rincón y
cada espacio donde la vida se vea amenazada. Pero nos sucede,
como pueblo, como comunidad, como familia e inclusive
individualmente, tener que enfrentar situaciones que nos paralizan,
donde el horizonte desaparece y el desconcierto, el temor, la
impotencia y la injusticia parece que se apoderan del presente.
Experimentamos también resistencias a los cambios que necesitamos y
que anhelamos, resistencias que son profundas, enraizadas, que
van más allá de nuestras fuerzas y decisiones. Esto es lo que
la Doctrina social de la Iglesia llamó “estructuras de pecado”,
que estamos llamados también nosotros a convertir y que no
podemos ignorar a la hora de pensar el modo de accionar. El cambio
personal es necesario, pero es imprescindible también ajustar
nuestros modelos socio-económicos para que tengan rostro
humano, porque tantos modelos lo han perdido. Y pensando en estas
situaciones, me vuelvo pedigüeño. Y paso a pedir. A pedir a todos.
Y a todos quiero pedirles en nombre de Dios.
A los
grandes laboratorios, que liberen las patentes. Tengan un gesto de
humanidad y permitan que cada país, cada pueblo, cada ser humano
tenga acceso a las vacunas. Hay países donde sólo tres, cuatro por
ciento de sus habitantes fueron vacunados.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los grupos financieros y organismos
internacionales de crédito que permitan a los países pobres
garantizar las necesidades básicas de su gente y condonen esas
deudas tantas veces contraídas contra los intereses de esos mismos
pueblos.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones extractivas
—mineras, petroleras—, forestales, inmobiliarias, agro negocios,
que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de
contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y
los alimentos.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones alimentarias
que dejen de imponer estructuras monopólicas de producción y
distribución que inflan los precios y terminan quedándose con el
pan del hambriento.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los fabricantes y traficantes de armas
que cesen totalmente su actividad, una actividad que fomenta la
violencia y la guerra, y muchas veces en el marco de juegos
geopolíticos que cuestan millones de vidas y de desplazamientos.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los gigantes de la tecnología que dejen
de explotar la fragilidad humana, las vulnerabilidades de las
personas, para obtener ganancias, sin considerar cómo aumentan los
discursos de odio, el grooming, las fake news, las teorías
conspirativas, la manipulación política.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los gigantes de las telecomunicaciones
que liberen el acceso a los contenidos educativos y el intercambio
con los maestros por internet para que los niños pobres también
puedan educarse en contextos de cuarentena.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los medios de comunicación que terminen
con la lógica de la post-verdad, la desinformación, la
difamación, la calumnia y esa fascinación enfermiza por el
escándalo y lo sucio, que busquen contribuir a la fraternidad humana
y a la empatía con los más vulnerados.
Quiero
pedirles en nombre de Dios a los países poderosos que cesen las
agresiones, bloqueos, sanciones unilaterales contra cualquier país
en cualquier lugar de la tierra. No al neocolonialismo. Los
conflictos deben resolverse en instancias multilaterales como las
Naciones Unidas. Ya hemos visto cómo terminan las intervenciones,
invasiones y ocupaciones unilaterales; aunque se hagan bajo los más
nobles motivos o ropajes.
Este
sistema con su lógica implacable de la ganancia está escapando a
todo dominio humano. Es hora de frenar la locomotora, una
locomotora descontrolada que nos está llevando al abismo.
Todavía estamos a tiempo.
A los
gobiernos en general, a los políticos de todos los partidos quiero
pedirles, junto a los pobres de la tierra, que representen a sus
pueblos y trabajen por el bien común. Quiero pedirles el
coraje de mirar a sus pueblos, mirar a los ojos de la gente, y la
valentía de saber que el bien de un pueblo es mucho más que
un consenso entre las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
218); cuídense de escuchar solamente a las elites económicas tantas
veces portavoces de ideologías superficiales que eluden los
verdaderos dilemas de la humanidad. Sean servidores de los pueblos
que claman por tierra, techo, trabajo y una vida buena. Ese “buen
vivir” aborigen que no es lo mismo que la “dolce vita” o el
“dolce far niente”, no. Ese buen vivir humano que nos pone en
armonía con toda la humanidad, con toda la creación.
Quiero
pedir también a todos los líderes religiosos que nunca usemos el
nombre de Dios para fomentar guerras ni golpes de Estado. Estemos
junto a los pueblos, a los trabajadores, a los humildes y luchemos
junto a ellos para que el desarrollo humano integral sea una
realidad. Tendamos puentes de amor para que la voz de la periferia
con sus llantos, pero también con su canto y también con su
alegría, no provoque miedo sino empatía en el resto de la sociedad.
Y
así soy pedigüeño.
Es
necesario que juntos enfrentemos los discursos populistas de
intolerancia, xenofobia, aporofobia —que es el odio a los
pobres—, como todos aquellos que nos lleve a la indiferencia, la
meritocracia y el individualismo; estas narrativas sólo sirvieron
para dividir nuestros pueblos y minar y neutralizar nuestra
capacidad poética, la capacidad de soñar juntos.
Soñemos
juntos
Hermanas
y hermanos, soñemos juntos. Y así, como pido esto con ustedes,
junto a ustedes, quiero también trasmitirles algunas reflexiones
sobre el futuro que debemos construir y soñar. Dije reflexiones,
pero tal vez cabría decir sueños, porque en este momento no alcanza
el cerebro y las manos, necesitamos también el corazón y la
imaginación: necesitamos soñar para no volver atrás.
Necesitamos utilizar esa facultad tan excelsa del ser humano que es
la imaginación, ese lugar donde la inteligencia, la intuición,
la experiencia, la memoria histórica se encuentran para crear,
componer, aventurar y arriesgar. Soñemos juntos, porque fueron
precisamente los sueños de libertad e igualdad, de justicia y
dignidad, los sueños de fraternidad los que mejoraron el mundo. Y
estoy convencido de que en esos sueños se va colando el sueño
de Dios para todos nosotros, que somos sus hijos.
Soñemos
juntos, sueñen entre ustedes, sueñen con otros. Sepan que están
llamados a participar en los grandes procesos de cambio, como
les dije en Bolivia: «El futuro de la humanidad está, en gran
medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse, de promover
alternativas creativas» (Discurso a los movimientos populares,
Santa Cruz de la Sierra, 9 julio 2015). Está en sus manos.
“Pero
esas son cosas inalcanzables”, dirá alguno. Sí. Pero tienen la
capacidad de ponernos en movimiento, de ponernos en camino. Y
ahí reside precisamente toda la fuerza de ustedes, todo el
valor de ustedes. Porque son capaces de ir más allá de miopes
autojustificaciones y convencionalismos humanos que lo único
que logran es seguir justificando las cosas como están.
Sueñen. Sueñen juntos. No caigan en esa resignación dura y
perdedora... El tango lo expresa tan bien: “Dale que va, que
todo es igual. Que allá en el horno se vamo a encontrar”. No, no,
no caigan en eso por favor. Los sueños son siempre peligrosos
para aquellos que defienden el statu quo porque cuestionan la
parálisis que el egoísmo del fuerte o el conformismo del débil
quieren imponer. Y aquí hay como un pacto no hecho, pero es
inconsciente: el egoísmo del fuerte con el conformismo del
débil. Esto no puede funcionar así. Los sueños desbordan los
límites estrechos que se nos imponen y nos proponen nuevos
mundos posibles. Y no estoy hablando de ensoñaciones rastreras que
confunden el vivir bien con pasarla bien, que no es más que un
pasar el rato para llenar el vacío de sentido y así quedar a
merced de la primera ideología de turno. No, no es eso, sino soñar,
para ese buen vivir en armonía con toda la humanidad y con la
creación.
Pero,
¿cuál es uno de los peligros más grandes que enfrentamos hoy? A lo
largo de mi vida —no tengo quince años, o sea, cierta
experiencia tengo—, pude darme cuenta de que de una crisis
nunca se sale igual. De esta crisis de la pandemia no vamos a salir
igual: o se sale mejor o se sale peor, igual que antes, no.
Pero nunca saldremos igual. Y hoy día tenemos que enfrentar juntos,
siempre juntos, esta cuestión: ¿Cómo saldremos de estas crisis?
¿Mejores o peores? Queremos salir ciertamente mejores, pero
para eso debemos romper las ataduras de lo fácil y la aceptación
dócil de que no hay otra alternativa, de que “éste es el
único sistema posible”, esa resignación que nos anula, de
que sólo podemos refugiarnos en el “sálvese quien pueda”. Y
para eso hace falta soñar. Me preocupa que mientras estamos
todavía paralizados, ya hay proyectos en marcha para rearmar la
misma estructura socioeconómica que teníamos antes, porque es más
fácil. Elijamos el camino difícil, salgamos mejor.
En
Fratelli tutti utilicé la parábola del Buen Samaritano como la
representación más clara de esta opción comprometida en el
Evangelio. Me decía un amigo que la figura del Buen Samaritano
está asociada por cierta industria cultural a un personaje medio
tonto. Es la distorsión que provoca el hedonismo depresivo con el
que se pretende neutralizar la fuerza transformadora de los pueblos y
en especial de la juventud.
¿Saben
lo que me viene a la mente a mí ahora, junto a los movimientos
populares, cuando pienso en el Buen Samaritano? ¿Saben lo que me
viene a la mente? Las protestas por la muerte de George Floyd. Está
claro que este tipo de reacciones contra la injusticia social, racial
o machista pueden ser manipuladas o instrumentadas para maquinaciones
políticas y cosas por el estilo; pero lo esencial es que ahí, en
esa manifestación contra esa muerte, estaba el “samaritano
colectivo” —¡que no era ningún bobeta!—. Ese movimiento no
pasó de largo cuando vio la herida de la dignidad humana golpeada
por semejante abuso de poder. Los movimientos populares son, además
de poetas sociales, “samaritanos colectivos”.
En
estos procesos hay tantos jóvenes que yo siento esperanza...; pero
hay muchos otros jóvenes que están tristes, que tal vez para sentir
algo en este mundo necesitan recurrir a las consolaciones baratas que
ofrece el sistema consumista y narcotizante. Y otros, es triste, pero
otros optan por salir del sistema. Las estadísticas de suicidios
juveniles no se publican en su total realidad. Lo que ustedes
realizan es muy importante, pero también es importante que logren
contagiar a las generaciones presentes y futuras lo mismo que a
ustedes les hace arder el corazón. Tienen en esto un doble
trabajo o responsabilidad. Seguir atentos, como el buen Samaritano, a
todos aquellos que están golpeados por el camino pero, a su
vez, buscar que muchos más se sumen en este sentir: los pobres y
oprimidos de la tierra se lo merecen, nuestra casa común nos lo
reclama.
Quiero
ofrecer algunas pistas. La Doctrina social de la Iglesia no tiene
todas las respuestas, pero sí algunos principios que pueden ayudar a
este camino a concretizar las respuestas y ayudar tanto a los
cristianos como a los no cristianos. A veces me sorprende que cada
vez que hablo de estos principios algunos se admiran y entonces el
Papa viene catalogado con una serie de epítetos que se
utilizan para reducir cualquier reflexión a la mera adjetivación
degradatoria. No me enoja, me entristece. Es parte de la trama de la
post-verdad que busca anular cualquier búsqueda humanista
alternativa a la globalización capitalista, es parte de la cultura
del descarte y es parte del paradigma tecnocrático.
Los
principios que expongo son mesurados, humanos, cristianos, compilados
en el Compendio elaborado por el entonces Pontificio Consejo
“Justicia y Paz”.[3] Es un manualito de la Doctrina social
de la Iglesia. Y a veces cuando los Papas, sea yo, o Benedicto, o
Juan Pablo II decimos alguna cosa, hay gente que se extraña, ¿de
dónde saca esto? Es la doctrina tradicional de la Iglesia. Hay
mucha ignorancia en esto. Los principios que expongo, están en ese
libro, en el capítulo cuarto. Quiero aclarar una cosa, están
compilados en este Compendio y este Compendio fue encargado por san
Juan Pablo ll. Les recomiendo a ustedes y a todos los líderes
sociales, sindicales, religiosos, políticos y empresarios que
lo lean.
En el
capítulo cuarto de este documento encontramos principios como la
opción preferencial por los pobres, el destino universal de
los bienes, la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, el
bien común, que son mediaciones concretas para plasmar a nivel
social y cultural la Buena Noticia del Evangelio. Y me
entristece cuando algunos hermanos de la Iglesia se incomodan si
recordamos estas orientaciones que pertenecen a toda la
tradición de la Iglesia. Pero el Papa no puede dejar de
recordar esta doctrina, aunque muchas veces le moleste a la gente,
porque lo que está en juego no es el Papa sino el Evangelio.
Y en
este contexto, quisiera rescatar brevemente algunos principios con
los que contamos para llevar adelante nuestra misión. Mencionaré
dos o tres, no más. Uno es el principio de solidaridad. La
solidaridad no sólo como virtud moral sino como un principio social,
principio que busca enfrentar los sistemas injustos con el objetivo
de construir una cultura de la solidaridad que exprese —
literalmente dice el Compendio— «una determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común» (n. 193).
Otro
principio es estimular y promover la participación y la
subsidiariedad entre movimientos y entre los pueblos capaz de limitar
cualquier esquema autoritario, cualquier colectivismo forzado o
cualquier esquema estado céntrico. El bien común no puede
utilizarse como excusa para aplastar la iniciativa privada, la
identidad local o los proyectos comunitarios. Por eso, estos
principios promueven una economía y una política que reconozca el
rol de los movimientos populares, «la familia, los grupos, las
asociaciones, las realidades territoriales locales; en definitiva,
aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social,
cultural, deportivo, recreativo, profesional y político, a las que
las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su
efectivo crecimiento social». Esto en el número 185 del
Compendio.
Como
ven, queridos hermanos, queridas hermanas, son principios
equilibrados y bien establecidos en la Doctrina social de la Iglesia.
Con estos dos principios creo que podemos dar el próximo paso
del sueño a la acción. Porque es tiempo de actuar.
Tiempo
de actuar
Muchas
veces me dicen: “Padre, estamos de acuerdo, pero, en concreto, ¿qué
debemos hacer?”. Yo no tengo la respuesta, por eso debemos soñar
juntos y encontrarla entre todos. Sin embargo, hay medidas
concretas que tal vez permitan algunos cambios significativos. Son
medidas que están presentes en vuestros documentos, en vuestras
intervenciones y que yo he tomado muy en cuenta, sobre las que medité
y consulté a especialistas. En encuentros pasados hablamos de la
integración urbana, la agricultura familiar, la economía popular. A
estas, que todavía exigen seguir trabajando juntos para
concretarlas, me gustaría sumarle dos más: el salario universal y
la reducción de la jornada de trabajo.
Un
ingreso básico (el IBU) o salario universal para que cada persona en
este mundo pueda acceder a los más elementales bienes de la vida. Es
justo luchar por una distribución humana de estos recursos. Y es
tarea de los Gobiernos establecer esquemas fiscales y redistributivos
para que la riqueza de una parte sea compartida con la equidad sin
que esto suponga un peso insoportable, principalmente para la clase
media —generalmente, cuando hay estos conflictos, es la que más
sufre—. No olvidemos que las grandes fortunas de hoy son fruto del
trabajo, la investigación científica y la innovación técnica de
miles de hombres y mujeres a lo largo de generaciones.
La
reducción de la jornada laboral es otra posibilidad, el ingreso
básico uno, es una posibilidad, la otra es la reducción de la
jornada laboral. Y hay que analizarla seriamente. En el siglo XIX los
obreros trabajaban doce, catorce, dieciséis horas por día. Cuando
conquistaron la jornada de ocho horas no colapsó nada como algunos
sectores preveían. Entonces, insisto, trabajar menos para que más
gente tenga acceso al mercado laboral es un aspecto que necesitamos
explorar con cierta urgencia. No puede haber tantas personas
agobiadas por el exceso de trabajo y tantas otras agobiadas por la
falta de trabajo.
Considero
que son medidas necesarias, pero desde luego no suficientes. No
resuelven el problema de fondo, tampoco garantizan el acceso a la
tierra, techo y trabajo en la cantidad y calidad que los campesinos
sin tierras, las familias sin un techo seguro y los trabajadores
precarios merecen. Tampoco van a resolver los enormes desafíos
ambientales que tenemos por delante. Pero quería mencionarlas porque
son medidas posibles y marcarían un cambio positivo de orientación.
Es
bueno saber que en esto no estamos solos. Las Naciones Unidas
intentaron establecer algunas metas a través de los llamados
Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), pero lamentablemente
desconocidas por nuestros pueblos y las periferias; lo que nos
recuerda la importancia de compartir y comprometer a todos en
esta búsqueda común.
Hermanas
y hermanos, estoy convencido de que el mundo se ve más claro desde
las periferias. Hay que escuchar a las periferias, abrirle las
puertas y permitirles participar. El sufrimiento del mundo se
entiende mejor junto a los que sufren. En mi experiencia, cuando las
personas, hombres y mujeres que han sufrido en carne propia la
injusticia, la desigualdad, el abuso de poder, las privaciones, la
xenofobia, en mi experiencia veo que comprenden mucho mejor lo que
viven los demás y son capaces de ayudarlos a abrir,
realísticamente, caminos de esperanza. Qué importante es que
vuestra voz sea escuchada, representada en todos los lugares de toma
de decisión. Ofrecerla como colaboración, ofrecerla como una
certeza moral de lo que hay que hacer. Esfuércense para hacer sentir
su voz y también en esos lugares, por favor, no se dejen encorsetar
ni se dejen corromper. Dos palabras que tienen un significado muy
grande, que yo no voy a hablar ahora.
Reafirmemos
el compromiso que tomamos en Bolivia: poner la economía al servicio
de los pueblos para construir una paz duradera fundada en la justicia
social y el cuidado de la Casa común. Sigan impulsando su
agenda de tierra, techo y trabajo. Sigan soñando juntos. Y gracias,
gracias en serio, por dejarme soñar con ustedes.
Pidámosle
a Dios que derrame su bendición sobre nuestros sueños. No perdamos
las esperanzas. Recordemos la promesa que Jesús hizo a sus
discípulos: “siempre estaré con ustedes” (cf. Mt 28,20);
y recordándola, en este momento de mi vida, quiero decirles también
que yo voy a estar con ustedes. También lo importante es que se den
cuenta de que está Él con ustedes. Gracias.
_____________________
[1] “El
virus del hambre se multiplica”, Informe de Oxfam del 9 de julio de
2021, en base al Global Report on Food Crises (GRFC) del
Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas.
[2]
Carta a los movimientos populares, 12 abril 2020.
[3]
Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004. [01413-ES.01] [Texto
original: Español]