Se inicia el Adviento en el Otoño de 2020, lleno de pesadumbre, dolor y angustia por causa de la pandemia del COVID 19 y en este contexto se escribe este artículo, con el deseo de unir la experiencia colectiva de dolor de la humanidad, la esperanza que se ha abierto con el anuncio de las primeras vacunas contra el coronavirus, y la reflexión cristiana. Una vez más nos encontramos, como tantas veces en la historia de la humanidad, ante el dilema del sufrimiento y la esperanza. En estas circunstancias, estimo de interés analizar los textos que nos proporciona la Biblia para seguir el tiempo de tribulación y sufrimiento del pueblo de Israel, su larga espera confiados en la promesa de Yahveh y la llegada de un Mesías.
De la esclavitud a la liberación
La presencia de los hebreos en Egipto y las condiciones de su explotación y sufrimiento como esclavos por los egipcios, hacia 1600 a.C. se acepta como muy probable por historiadores especializados en el Antiguo Egipto. Asimismo, sin pretender dar un rigor histórico al Éxodo, en el que se describe con notable detalle las circunstancias de la liberación del pueblo hebreo y su marcha de Egipto, por tratarse de un lenguaje simbólico y religioso que pretendía construir una identidad colectiva del sufrimiento y liberación del pueblo hebreo, es llamativa la misión que Yahvéh encomienda a Moisés (Éxodo 3. 10) manifestando su amor y compasión por el sufrimiento de su pueblo, anunciando un nuevo tiempo de esperanza:
“Dijo Yahvéh : He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues yo conozco su sufrimiento. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y llevarle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, de los hititas, de los amorreos, de los perizitas, de los jivitas y de los jebuseos. Así pues el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, ve, yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto”
La salida de los hebreos de Egipto, aunque difieren las estimaciones al fijar su cronología, se estima en torno a 1450 a. C. y según otros, en torno a 1250 a.C. aunque algunos historiadores dudan incluso, de la historicidad de esta movilización masiva de personas (Éxodo 12.37-41):
“Los israelitas partieron de Ramsés hacia Sukkot, unos seiscientos mil hombres de a pié, sin contar los niños. Salió también con ellos una muchedumbre abigarrada y grandes rebaños de ovejas y vacas (……). Los israelitas estuvieron en Egipto cuatrocientos treinta años. El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta años, salieron de la tierra de Egipto todos los ejércitos de Yahvéh.”
Sean exactos o no, los años de estancia en Egipto y el número de hebreos que salieron, se puede admitir que el éxodo en la historia del pueblo hebreo forma parte de la gran epopeya de la liberación de la esclavitud, que algunos sitúan en la época del faraón Ramsés II incluso anterior con Tutmosis III, atravesando el desierto del Sinaí para ir al encuentro de la Tierra Prometida (Deuteronomio 3.2-9):
“Acuérdate de todo el camino que Yahvéh, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años por el desierto, para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón, si ibas o no, a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio de comer el maná que ni tú ni tus padres habían comido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yhavéh. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años.”
El pueblo hebreo fue probado en el sufrimiento no sólo durante los años de esclavitud en Egipto, sino también tras su salida y marcha por el desierto, en la confianza de la promesa de Yahveh, en un lenguaje de gran belleza literaria, al tiempo que describe la riqueza del hábitat mediterráneo (Deuteronomio 3.7-10):
“Pues Yahveh te conduce a una tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas, tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados. Tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado, tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerá el bronce.”
La llegada de los hebreos a la Tierra Prometida fue lenta, en un período comprendido entre 1.450 a.C y 1.250 a.C. , posterior a la muerte de Moisés, territorio situado en la franja comprendida entre el mar Mediterráneo y el rio Jordán, denominada en la antigüedad Canaán, y que hoy ocupa Israel, Gaza, Líbano y parte del Sur de Siria. Se consolidó una vez que sometieron a los distintos pueblos que lo poblaban, bajo la dirección de Josué y de los Jueces que le sucedieron. Será Saúl, sin embargo a mediados del siglo XI a.C. quien unificó las distintas tribus hebreas e instauró la monarquía creando el reino de Israel y Saúl su primer rey, sucediéndole en el trono, tras su muerte en lucha contra los filisteos, los reyes David y Salomón. El período de mayor esplendor y bienestar de Israel, fue entre 1050 y el año 900, durante los que se ampliaron sus fronteras con el rey David y el rey Salomón construyó el Templo dedicado a Yahveh en el que se guardada el Arca de la Alianza, un palacio y las murallas en Jerusalén, e impulsó un importante comercio con gran parte del Oriente Medio. Salomón, aspiró a llevar a efecto la promesa de Yahveh, con la magnificencia de su reinado, reino con abundancia de mercancías y bienes procedentes del comercio; tierras fértiles, regadas por las aguas del río Jordán, donde se cultivaban los viñedos, los cereales y los olivares; rica en miel y en pastos para la ganadería. Sin embargo, la unidad de la monarquía de Israel se quebró a la muerte de Salomón, por las desavenencias entre las tribus asentadas en el Norte de Israel y las del Sur, principalmente a causa del excesivo gasto de Salomón en la corte, con sede en Jerusalén y la diversidad de creencia religiosas que se propagaron en el reino en la época de Salomón, alejándose de las leyes de Moisés. El reino de Israel quedó dividido en el reino del Norte que se llamaría Israel y el reino del Sur, Judá.
A partir de este momento se fue gestando progresivamente el enaltecimiento y la grandeza de David, como el gran rey del pueblo israelita, nacido en Belén hacia 1080 a.C. con su legado de fortaleza y expansión de su territorio, la unidad política y religiosa de Israel, en contraposición a la decadencia y división que prevaleció con los sucesores de Salomón. En torno al rey David se forjó en buena medida. una nueva conciencia colectiva del pueblo israelita, como el gran libertador elegido por Yahveh, del linaje de Jesé, padre del rey David, que vivió en Belén, de cuyo linaje saldría un descendiente que llenase la esperanza en un Mesías ( Isaías 11.1 y ss.):
“Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él, el espíritu de Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yaveh y le inspirará en el temor de Yahveh. No juzgará por las apariencias. Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra…”
Esta imagen de gran belleza, está escrita en el libro de Isaías, en los azarosos tiempos de angustia y sufrimiento que afectó nuevamente al pueblo israelita, tras la conquista del reino de Israel, en el Norte, hacia el año 725-722 a. C. con el asedio y sometimiento de Samaria y otras ciudades del reino por el rey Sargón II de Asiria. La destrucción del reino de Israel conllevó a la deportación y cautiverio de muchos israelitas a Nínive. Años más tarde, desde el 597 al 538 a. C. sería sometido también el reino de Judá, por Nabucodonosor II rey de Babilonia, con el destierro y la cautividad de los israelitas en tierras lejanas del reino del Sur, cuya nostalgia y enojo, quedaron también reflejadas en el libro (Isaías 13. 19-21):
“Babilonia, la flor de los reinos, prez y orgullo de Caldea, será semejante a Sodoma y Gomorra, destruidas por Dios. No será habitada jamás ni poblada en generaciones y generaciones, ni pondrá tienda allí el árabe, ni pastores apacentarán allí…”
Sin embargo otros profetas tuvieron una visión distinta a las de Isaías, del destierro a Babilonia, según las palabras, ( Jeremías 27.5-8) dirigidas a los habitantes de Judá:
“Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Así diréis a vuestros señores: Yo hice la tierra, el hombre y las bestias que hay sobre la haz de la tierra, con mi gran poder y mi tenso brazo y los di a quién me plugo. Ahora yo he puesto todos estos países, en manos de mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia, y también los animales del campo, le he dado para servirle (….). Así que las naciones y reinos que no sirvan a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y que no sometan su cerviz al yugo del rey de Babilonia, con la espada, con el hambre y con la peste, los visitaré- oráculo de Yahveh.- y los visitaré hasta acabarlos por medio de él.”.
De este modo se dirigía animando a los israelitas deportados a Babilonia, a la obediencia a Nabucodonosor (Jeremías 29.4-7):
“Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel, a toda la deportación que deporté de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e hijas, y medrad allí y no mengüéis; procurad el bien de la ciudad a donde os he deportado y orad por ella a Yahveh, porque su bien será el vuestro.”
La deportación de los israelitas finalizó, tras la conquista de Babilonia por el rey persa Ciro en el año 538 a.C. y el nuevo rey les permitió regresar a Jerusalén. No obstante, una y otra deportación, tanto de los israelitas del reino de Israel en tiempos de Sargón II en Nínive y años más tarde, del reino de Judá, por Nabucodonosor II, en Babilonia, supuso una conmoción muy profunda, en la conciencia y sueños que unían al pueblo israelita y a sus dirigentes, al considerar que la supresión de los reinos creados por los descendientes de Salomón y las deportaciones había supuesto el final de los tiempos de grandeza, de la que gozó el reino unificado de Israel. El recuerdo del rey David constituía una de las grandes cumbres en la gran epopeya de Israel que se conservaba en la memoria del pueblo. Alimentando nuevas esperanzas en Jerusalén, se acogieron las palabras del profeta (Isaías 60.4-6 y 9):
“Alza los ojos en torno y mira; todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos y tus hijos son llevados en brazos. Tú entonces al verlo te pondrás radiante, se estremecerá y se ensanchará tu corazón, porque vendrán a ti los tesoros del mar, las riquezas de las naciones vendrán a ti. Un sinfín de camellos de Madián y Efa. Todos ellos de Saba vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas a Yahveh.(….).los barcos se juntan para mí, los navíos de Tarsis en cabeza para traer a tus hijos de lejos, junto con su plata y su oro por el nombre de Yahveh, tu Dios.”
Israel y la llegada del Precursor
El pueblo de Israel tras el regreso de Babilonia, disfrutó de un periodo de paz con Alejandro Magno en las últimas décadas del siglo IV a.C. Sin embargo, la división del imperio a su muerte prematura, entre los dominios del general Seleuco en Orientel y Ptolomeo en Egipto, crearon continuas tensiones y periodos de inestabilidad entre los sucesores de Seleuco y Ptolomeo, en toda la franja de Canaan abierta al Mediterráneo y en los israelitas. Graves acontecimientos tuvieron lugar a mediados del siglo II, con el rey seleucida Antíoco IV Epífanes, que saqueó Jerusalén y persiguió al Judaísmo, provocando la rebelión encabezada por los hermanos Macabeos, cuyo ajusticiamiento llevó a la sublevación de los judíos y la expulsión del rey Antíoco IV. La anexión al imperio de Roma por el general Pompeyo en el año 63 a. C. marca un período de mayor estabilidad con el emperador Augusto y su aliado Herodes el Grande, reconocido como rey de Judea, Galilea y Samaria desde el año 37 a.C. hasta su muerte.
En estas últimas décadas, la sociedad israelita recuperó y consolidó la tradición de Moisés, el culto a Yahveh y desarrolló una estructura social cuyos dirigentes formados por los sacerdotes y levitas, los escribas, los fariseos, los saduceos, los esenios y los zelotes intentaban ganarse el favor del pueblo judío, en su mayoría campesinos, pastores y artesanos. El rey Herodes el Grande volvió a construir el Templo, que constituyó el lugar de culto a Yahveh y también, el centro de la vida social y mercantil de la ciudad, así como las murallas de Jerusalén, destruidas en la época de Nabucodonosor y el destierro a Babilonia. La tradición religiosa del pueblo de Israel en estos años giraba en torno a la Alianza y las promesas de Yahveth con el pueblo, que se formalizó en las Tablas de la Ley y están descritas en los libros del Pentateuco, desde Abrahán hasta los grandes profetas, pasando por los grandes líderes: Moisés y el rey David. Para esta sociedad, llena de sufrimientos en el transcurso de la historia, la liberación de su pueblo había sido iniciativa y voluntad de Dios, a pesar de la desobediencia de los israelitas que se alejaron de Yahveh, conducta denunciada por los profetas en innumerables ocasiones. En este contexto nació Juan el Bautista y las primeras noticias aparecen en dos textos muy breves del evangelio ( Marcos 1.1-8), y de (Mateo 3.1-17), aunque serán (Lucas 1.1-25 , 1.57-79, 3.1-20, 7.24-35 ) y (Juan 1.19-34 y 3.22-36) quienes den una mayor información.
En Lucas, hay una crónica familiar muy detallada desde el anuncio de su concepción hasta su presencia en la ribera del Jordán, que habla de su padre Zacarías, sacerdote al servicio del Templo y de su madre Isabel, de la estirpe de Aaron, personas justas y cumplidores de todos los mandamientos y preceptos del Señor, en edad avanzada y sin descendencia. El lenguaje utilizado pone de manifiesto que los mandamientos de Dios y el culto en el Templo constituían los ejes centrales de la religiosidad de las clases dirigentes de Israel. El evangelista (Lucas 1.5-17) indica las palabras que el Ángel dirigió a Zacarías, anunciándole la concepción de un hijo:
“No temas Zacarías, que tu petición ha sido escuchada y tu mujer Isabel, te dará a luz un hijo. Al que llamarás Juan. Será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor, no beberá vino ni licor, estará lleno de Espíritu Santo, ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel les convertirá al Señor su Dios y caminará delante con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la prudencia de los justos.”
El hijo que le anunció a Zacarías, estará revestido, siguiendo el lenguaje de los grandes profetas de Israel, del espíritu de Dios al que se le encomienda la misión de convertir a muchos de los hijos de Israel, para reconciliar los corazones de los padres y de los hijos, y conducir a los rebeldes a la prudencia de los justos. Éstas serán las señas de identidad de Juan, que alcanzan su máxima expresión en las palabras que el evangelista (Lucas 1. 68-79) puso en boca de Zacarías, al circuncidar a Juan:
“Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza salvadora, en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban concediendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento que juró Abraham (…..). Y tú niño serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación por el perdón de los pecados, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que nos hará que nos visite una Luz de la altura, para iluminar a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz”
En todos los evangelistas, la aparición de Juan tiene lugar en edad adulta en la ribera del Jordán.
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