domingo, 13 de diciembre de 2020

ADVIENTO

ADVIENTO 
(Primera parte) 
 
Tiempo de  espera

 

Se inicia  el   Adviento  en el Otoño  de 2020,  lleno de  pesadumbre, dolor  y  angustia  por causa de la pandemia del  COVID 19 y en este contexto se escribe   este artículo, con el deseo  de   unir   la experiencia  colectiva   de  dolor   de la humanidad,  la esperanza  que se ha abierto con el anuncio de las primeras vacunas contra el coronavirus, y la reflexión cristiana. Una vez más   nos encontramos, como tantas veces  en la historia de la humanidad,  ante  el  dilema del sufrimiento  y  la   esperanza.  En estas circunstancias, estimo de interés  analizar  los textos que  nos  proporciona  la Biblia  para  seguir el   tiempo  de tribulación y sufrimiento del pueblo de Israel,  su larga espera confiados en la promesa de  Yahveh  y la  llegada  de un  Mesías.

 

De la esclavitud  a la liberación

 

La presencia de los hebreos  en Egipto y las condiciones   de su explotación y sufrimiento como   esclavos  por los egipcios, hacia  1600 a.C. se acepta como muy probable   por  historiadores especializados  en   el Antiguo Egipto.  Asimismo, sin pretender  dar  un   rigor  histórico al Éxodo, en el que se describe  con  notable detalle  las circunstancias  de la liberación del pueblo hebreo  y su marcha  de Egipto,  por tratarse de un lenguaje simbólico y  religioso  que  pretendía  construir  una identidad colectiva del sufrimiento y liberación del pueblo hebreo, es  llamativa  la misión  que  Yahvéh  encomienda  a Moisés  (Éxodo 3. 10) manifestando  su  amor y compasión  por el sufrimiento de su pueblo, anunciando un nuevo tiempo de esperanza:

“Dijo Yahvéh : He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues yo conozco su sufrimiento. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y llevarle  de esta tierra  a una tierra buena y espaciosa; a una tierra   que mana leche y miel, al país de los cananeos, de los hititas, de los amorreos, de los perizitas, de los jivitas y de los jebuseos. Así pues  el clamor de los israelitas  ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen.  Ahora, ve,  yo te envío al faraón para que saques  a mi pueblo, los israelitas, de Egipto

La salida  de los hebreos  de Egipto, aunque  difieren las estimaciones al fijar su cronología,  se estima    en torno a  1450 a. C. y según otros, en torno a  1250  a.C. aunque algunos  historiadores  dudan incluso, de la historicidad  de esta movilización masiva  de personas (Éxodo 12.37-41):

“Los israelitas partieron de Ramsés hacia Sukkot, unos  seiscientos mil hombres de a pié, sin contar los niños. Salió  también con ellos una muchedumbre   abigarrada y grandes rebaños de ovejas  y vacas (……).  Los israelitas estuvieron en Egipto cuatrocientos treinta  años. El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta  años, salieron de la tierra de  Egipto  todos los  ejércitos de Yahvéh.”

Sean  exactos o no,  los años de  estancia en Egipto  y el número  de hebreos  que salieron, se  puede   admitir  que   el éxodo  en  la historia  del pueblo  hebreo   forma parte de  la gran epopeya   de la  liberación de la esclavitud,  que algunos  sitúan en la época del faraón  Ramsés  II  incluso anterior  con Tutmosis III,  atravesando   el desierto del Sinaí para ir  al encuentro de la   Tierra Prometida (Deuteronomio 3.2-9):

 “Acuérdate de todo el camino que  Yahvéh, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años por el desierto, para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón, si ibas  o no, a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio de comer el maná que ni tú ni tus padres  habían comido, para mostrarte  que no sólo de pan vive el hombre, sino que  el hombre vive de todo lo que sale de la boca de  Yhavéh. No se gastó  el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años.

El pueblo  hebreo fue  probado en el sufrimiento no sólo  durante  los años de  esclavitud  en Egipto, sino también  tras su salida y marcha  por  el desierto,  en la  confianza  de la promesa de  Yahveh, en un lenguaje de gran belleza literaria,  al tiempo que describe  la riqueza del  hábitat mediterráneo (Deuteronomio 3.7-10):

“Pues  Yahveh te conduce a una  tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares  que manan  en los valles y en las montañas, tierra  de trigo y cebada, de  viñas, higueras y granados. Tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado, tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerá  el bronce.”

 

De la Tierra Prometida al destierro

 

La llegada  de los hebreos  a la Tierra Prometida  fue lenta, en un período comprendido  entre  1.450 a.C  y  1.250 a.C. , posterior  a la muerte de Moisés, territorio  situado  en la franja  comprendida entre el mar Mediterráneo  y el rio Jordán, denominada en la antigüedad Canaán, y que hoy ocupa Israel, Gaza, Líbano  y parte del Sur de  Siria. Se   consolidó una vez que  sometieron  a los  distintos pueblos  que  lo  poblaban,   bajo la dirección de  Josué  y de los Jueces   que  le sucedieron. Será  Saúl, sin embargo  a mediados del siglo XI  a.C. quien  unificó  las  distintas  tribus hebreas  e instauró  la monarquía creando  el reino de Israel y Saúl su primer rey, sucediéndole  en el trono, tras su muerte  en lucha contra los filisteos, los reyes  David  y Salomón. El período de mayor esplendor y bienestar  de Israel, fue  entre 1050 y el año 900, durante los que se ampliaron  sus fronteras con el rey David  y el rey Salomón  construyó el  Templo dedicado a Yahveh  en el que se guardada   el Arca de la Alianza, un palacio y las murallas en Jerusalén, e impulsó  un importante comercio con gran parte del Oriente Medio.  Salomón, aspiró a llevar a efecto    la promesa de  Yahveh, con la magnificencia de su reinado, reino  con abundancia  de mercancías y  bienes procedentes del comercio;  tierras  fértiles, regadas por las aguas del río Jordán, donde se cultivaban los  viñedos, los  cereales y los  olivares;  rica  en  miel y  en pastos  para la ganadería. Sin embargo,  la unidad de la monarquía  de Israel  se   quebró  a la muerte de Salomón, por  las desavenencias   entre las tribus asentadas en el Norte de Israel  y las del Sur, principalmente a causa  del excesivo  gasto de Salomón  en la corte, con sede en Jerusalén y la diversidad  de  creencia  religiosas  que se propagaron  en el reino  en la época de Salomón, alejándose de las leyes de Moisés. El  reino de  Israel quedó dividido en el  reino del Norte  que  se llamaría  Israel  y el reino del Sur,  Judá.

 

A partir de este momento  se fue  gestando progresivamente el enaltecimiento  y la grandeza   de David, como el gran  rey del pueblo israelita, nacido en Belén hacia  1080 a.C. con  su legado de  fortaleza y expansión de su territorio, la unidad política  y religiosa  de  Israel, en contraposición a la decadencia  y división  que  prevaleció  con los sucesores de Salomón. En torno al rey David se forjó  en buena medida.  una nueva conciencia  colectiva del pueblo  israelita, como el gran libertador   elegido  por  Yahveh,  del linaje de Jesé, padre del rey  David,  que vivió  en Belén, de cuyo linaje  saldría  un descendiente  que  llenase  la  esperanza  en un Mesías ( Isaías  11.1 y ss.):

“Saldrá un vástago del tronco de Jesé,  y un retoño de sus raíces  brotará. Reposará sobre él, el espíritu de  Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia  y temor de Yaveh y le inspirará en el temor de  Yahveh. No juzgará por las apariencias. Juzgará con justicia  a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra…”

Esta  imagen  de gran belleza, está escrita  en el libro de Isaías, en   los  azarosos   tiempos de angustia  y sufrimiento  que   afectó  nuevamente  al pueblo israelita,  tras  la conquista  del reino de Israel, en el Norte, hacia  el año 725-722 a. C. con el asedio  y sometimiento de Samaria y  otras  ciudades del reino por el  rey  Sargón II de Asiria. La destrucción  del reino de  Israel  conllevó  a la deportación y cautiverio  de muchos israelitas  a Nínive.  Años más tarde, desde  el 597  al 538 a. C. sería  sometido también   el reino de Judá, por   Nabucodonosor  II rey de Babilonia, con el destierro y la cautividad de los israelitas en tierras lejanas del  reino del Sur,  cuya  nostalgia y enojo, quedaron  también reflejadas en el libro (Isaías 13. 19-21):

“Babilonia, la flor de los reinos, prez y orgullo de Caldea, será semejante  a Sodoma y Gomorra, destruidas por Dios. No será habitada  jamás ni poblada en generaciones y generaciones, ni pondrá  tienda  allí  el árabe, ni pastores apacentarán allí…”

Sin embargo  otros profetas tuvieron  una  visión distinta a las de Isaías,  del destierro a  Babilonia, según  las palabras,  ( Jeremías 27.5-8)  dirigidas   a los habitantes de  Judá:

“Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel:  Así diréis a vuestros señores: Yo hice la tierra, el hombre y las bestias que hay sobre la haz  de la tierra, con mi gran poder y mi tenso brazo y los di  a quién  me plugo. Ahora yo he puesto todos estos países, en manos  de mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia, y también  los animales del campo, le he dado para servirle (….). Así que las naciones y reinos que no sirvan a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y que no sometan su cerviz al yugo del rey de Babilonia, con la espada, con el hambre y con la peste, los visitaré- oráculo de Yahveh.- y los visitaré  hasta acabarlos por medio de él.”.

De este modo  se dirigía animando a los israelitas deportados a Babilonia,  a la obediencia  a Nabucodonosor (Jeremías 29.4-7):

“Así dice  Yahveh Sebaot, el Dios de Israel, a toda la deportación que deporté de Jerusalén a Babilonia: Edificad  casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto; tomad mujeres y engendrad  hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz  hijos e hijas, y medrad allí y no mengüéis; procurad el bien de la ciudad a donde os  he  deportado y orad por ella a Yahveh, porque su bien  será el vuestro.”

La deportación  de los israelitas finalizó, tras la conquista  de Babilonia por el rey persa  Ciro  en el año 538 a.C.  y el nuevo   rey  les  permitió  regresar a Jerusalén. No obstante, una y otra deportación, tanto  de los israelitas del reino de Israel en tiempos de   Sargón  II en  Nínive y  años  más tarde, del reino de Judá, por   Nabucodonosor II, en Babilonia,  supuso una conmoción  muy profunda, en la conciencia y sueños  que unían al pueblo  israelita y a sus dirigentes, al considerar  que  la supresión  de los reinos creados  por  los descendientes de Salomón  y  las deportaciones  había supuesto el final de los tiempos   de grandeza, de la que gozó  el reino unificado de  Israel. El recuerdo del  rey David   constituía una de las grandes cumbres en la gran epopeya de Israel  que  se conservaba en la memoria del pueblo. Alimentando  nuevas  esperanzas en   Jerusalén, se acogieron  las palabras  del profeta (Isaías 60.4-6 y 9):

“Alza los ojos en torno y mira; todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos  vienen de lejos y tus hijos son llevados en brazos. Tú entonces al verlo te pondrás radiante, se estremecerá y se ensanchará  tu corazón, porque vendrán a ti  los tesoros del mar, las riquezas de  las naciones vendrán a ti. Un sinfín de camellos de Madián y Efa. Todos ellos de Saba vienen portadores de oro e incienso y pregonando  alabanzas a Yahveh.(….).los barcos se juntan para mí, los navíos de Tarsis en cabeza para traer a tus hijos  de lejos, junto con su plata y su oro por el nombre de Yahveh, tu Dios.”        

 

Israel y la llegada del Precursor

 

El pueblo de Israel  tras el regreso de  Babilonia, disfrutó de un periodo de paz con Alejandro Magno en las últimas  décadas del siglo IV a.C. Sin embargo, la división del  imperio a su muerte  prematura,  entre los dominios del general  Seleuco   en  Orientel y Ptolomeo en  Egipto,  crearon  continuas   tensiones y periodos de inestabilidad entre los sucesores de Seleuco y Ptolomeo, en toda  la franja de Canaan abierta al Mediterráneo y en los israelitas. Graves acontecimientos  tuvieron lugar a mediados del  siglo  II, con el rey seleucida  Antíoco IV Epífanes,  que saqueó Jerusalén y persiguió  al Judaísmo, provocando la rebelión  encabezada por los hermanos  Macabeos, cuyo ajusticiamiento  llevó a  la sublevación  de los judíos  y la expulsión  del rey Antíoco IV. La anexión   al imperio de Roma   por el general Pompeyo  en el año  63 a. C. marca un período de mayor estabilidad con el  emperador Augusto y su aliado  Herodes  el Grande, reconocido como rey de Judea, Galilea y Samaria desde  el año 37 a.C. hasta su muerte.

 

 En estas últimas décadas, la sociedad israelita   recuperó  y consolidó  la tradición  de Moisés, el culto  a Yahveh y desarrolló una estructura  social cuyos dirigentes   formados por los  sacerdotes y levitas, los  escribas, los fariseos, los saduceos, los  esenios y los zelotes  intentaban  ganarse el favor  del pueblo judío, en su mayoría   campesinos, pastores y artesanos. El  rey Herodes  el Grande   volvió a construir  el  Templo, que  constituyó el  lugar de culto a Yahveh  y también,  el centro de la vida social y mercantil  de  la ciudad, así como  las murallas  de Jerusalén,  destruidas  en la época de   Nabucodonosor  y  el destierro  a  Babilonia. La tradición  religiosa  del  pueblo de Israel  en estos años   giraba en torno a la Alianza  y las promesas de  Yahveth  con el pueblo,  que se formalizó  en las Tablas de la Ley  y están descritas  en los libros del Pentateuco, desde Abrahán hasta los grandes  profetas, pasando  por  los  grandes  líderes: Moisés  y el rey David. Para  esta sociedad,  llena de sufrimientos  en el transcurso de la historia, la liberación de su pueblo  había sido  iniciativa  y voluntad de Dios, a pesar  de la  desobediencia   de los israelitas  que se  alejaron de   Yahveh, conducta  denunciada por los profetas  en innumerables   ocasiones.  En este contexto  nació Juan el Bautista y  las primeras noticias   aparecen  en dos textos muy breves  del evangelio ( Marcos 1.1-8), y  de (Mateo 3.1-17), aunque serán  (Lucas 1.1-25 ,  1.57-79, 3.1-20, 7.24-35 )  y (Juan 1.19-34 y 3.22-36)  quienes   den  una mayor  información.

En Lucas, hay  una  crónica familiar  muy detallada  desde el anuncio de  su concepción  hasta su presencia  en la ribera del Jordán, que   habla de su padre Zacarías, sacerdote al servicio del Templo y de su madre  Isabel, de la estirpe de Aaron, personas  justas  y cumplidores  de todos los  mandamientos y  preceptos del  Señor, en edad  avanzada  y sin descendencia. El lenguaje utilizado  pone de manifiesto que los mandamientos  de  Dios y el culto  en el Templo constituían  los  ejes  centrales  de la  religiosidad  de las clases dirigentes de Israel.  El evangelista   (Lucas 1.5-17) indica las palabras  que el  Ángel  dirigió  a Zacarías, anunciándole  la concepción de un hijo:

“No temas Zacarías, que tu petición ha sido  escuchada  y tu mujer Isabel, te dará a luz un hijo. Al que llamarás  Juan. Será para ti  gozo y alegría y muchos se gozarán  en su nacimiento, porque será grande  ante el  Señor, no beberá  vino ni licor, estará lleno de Espíritu Santo, ya desde el seno de su madre,  y a muchos de los hijos de Israel   les convertirá  al Señor  su Dios y caminará delante con el espíritu y  el poder  de  Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes  a la prudencia de los justos.”

El hijo   que  le anunció  a Zacarías, estará revestido, siguiendo el lenguaje  de los grandes  profetas de Israel,  del  espíritu de Dios al que  se le encomienda la misión de convertir a muchos  de los hijos de Israel, para   reconciliar los corazones de los padres  y de los hijos, y  conducir a los rebeldes  a la prudencia de los justos. Éstas serán las señas de identidad de  Juan, que   alcanzan su máxima expresión en las palabras  que el evangelista (Lucas 1. 68-79)  puso en boca de  Zacarías,  al circuncidar  a Juan:

“Bendito el Señor Dios de Israel, porque  ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza salvadora, en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus  santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban concediendo  misericordia  a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento   que juró Abraham (…..). Y tú niño serás llamado  profeta del  Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos  y  dar a su pueblo  el conocimiento de la salvación por el perdón de los pecados, por las entrañas de misericordia   de nuestro Dios, que nos hará  que nos visite una Luz de la altura,  para iluminar   a los  que habitan en  tinieblas y en sombras de muerte, y guiar  nuestros pasos por el camino de la paz”

En todos  los  evangelistas, la aparición  de Juan  tiene lugar en edad adulta  en la  ribera del Jordán.  

 

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